JEREMY STEIG



scanner y colección Thabeat Valera

Esto suena a positivo, y lo es. Crecimos con la fuerza suficiente para dibujar directamente sobre los bloques. Traspasar las fronteras, sus incursiones en territorios inexplorados, y nuestras sorprendentes improvisaciones. Los escaparates de las librerías y papelerías, repletos de cuadros, ilustraciones, revistas y dibujos, nos hicieron ver claramente que aquél era el género de trabajo que deseábamos realizar. Nos agarramos al desprestigiado tebeo, al graffiti, a la música de aquellas paredes, como única salida para dar rienda suelta a nuestro espíritu creativo. Diluíamos los estilos, tanto como los conservadores del cómic aguantaban que Bill Dubai añadiera dientes felinos de vampiro en la dentadura de su heroína. Como otros muchos, como casi todos nuestros grandes del cómic y de la ilustración, o de ambas cosas, porque en muchos de esos nombres las dos cosas van sólidamente enlazadas.

Algunos crecimos en el entorno más desastroso y caótico. Pintar trenes es un comienzo promovido por la curiosidad. El porqué otros lo hacen lo justifica todo. Llevar ropa con manchas de aerosoles entonces era cool. Salíamos con la promesa diaria, basada en el arte primitivo. Se trataba de llamar la atención siguiendo los pasos de aquel sencillo título de Tony Silver, Style Wars.

Uno. El vagón de metro pintado que aparece en la portada de True Reflection “Where I’m Coming From”, 1973. Y dos. El otro vagón de la discográfica CTI, de Creed Taylor, el álbum Firefly (CTI, 1977) de Jeremy Steig, muestra un interesante fotomontage de los diseñadores Sib Chalawick y Carole Kawalchuk, mientras que en los créditos de la fotografía se menciona simplemente a White Gate.

Prácticamente cabe el plano intelectual de todo artefacto ultramoderno, el conocimiento de la obra y la persona de los grandes profesionales proyectados hacia el futuro. La inscripción de Chico Hamilton en la banda sonora para los polémicos minutos de Coonskin (1975), de Ralph Bakshi, tan podridamente interesante como las reuniones de Burroughs, Warhol, Jagger, Muhamad Alí y Víctor Bockris, cenando juntos en el Union Square. Tan marginal y joven como las fotografías de John Naar y Henry Chalfant. Monstruos contraculturales. Mati Klarwein y Jimmy Hendrix compartiendo modisto. O bien, Sid Vicious, Rammellzee y Basquiat compartiendo camello (Michael Morra).

El buscar formas de expresión distinta. Las brillantes notas de Charles Mingus, puestas a cargo de Rhapsody Films (Manfred Kirchheimer), y que trascienden en uno de los documentales más explícitos dedicados a la esencia del graffiti en los transportes subterráneos de la manzana podrida: Station Of Elevated (1981). Tras la explosión de films, parecía que la ósmosis temática entre el séptimo y noveno arte se había interrumpido, pero ahora se acumulaban iniciativas nuevas.

Viejos y nuevos, triunfantes y aspirantes, caducos y autodesplazados, profesionales que cobran y entregados que pagan. Numerosos, pero nunca excesivos. Está claro, se ve y se vive en una inmensa minoría que funciona ajena a una institución nacional y ferial. Después de la emancipación aún no se ha encontrado todavía la fórmula. Mentes que se las están viendo moradas para encontrar su espacio. Ese tramo. Esa facilidad para abarcar muchos aspectos distintos de una actividad artística. Pasamos sin baches ni dificultades del blanco y negro al color, volver al cómic creativo, de buen nivel, y no imbécil. A la ilustración, sin saber que nuevo camino podemos iniciar en los próximos años, incluso en los técnicos o menos creativos artísticamente, y a dónde nos conducirá nuestra inquietud creadora. El color además es una variante, otro lenguaje, tiene una gran importancia, lo mismo que la trama y la retícula del blanco y negro. Se puede matizar, se puede hablar de climas. Sabremos a quien se le ha parado el reloj, quién tiene cuerda para rato y qué nuevos valores acaban de poner el suyo en marcha.