LUIS MARSANS / SUR LA TABLE DE NUIT


Luis Marsans, Sur la table de nuit, 1980. Técnica mixta sobre madera (20,80 x 35cm.) Colección privada, París.

SUR LA TABLE DE NUIT
Luis Marsans, 1980
Técnica mixta sobre madera (20,80 x 35cm.)
Colección privada, París


Historia del arte / Edad Contemporánea / Siglo XX
Archivo fotográfico · Lac Dye / Los Valientes Duermen Solos
texto · María del Mar Arnús, LUIS MARSANS, Del concepte a la representació. Barcelona: Palau de la Virreina (1995)

"La pasión por la arquitectura ha quedado reflejada en una extensa serie de dibujos a lápiz, grafito o carbón general- mente sobre papel: una sucesión de fachadas y calles vacías, cuya desolación es tan perturbadora y al tiempo tan etérea como la del sueño. No es la ciudad real, sino una idea. O más bien, representaciones suspendidas en el ambiguo espacio del tiempo. Parece una Barcelona arcana y estéril: balcones vacíos, ventanas cerradas a cal y canto, visillos corridos, y calzadas por las que sólo atraviesa una línea apenas perceptible que separa la luz de la sombra. 

Es la Barcelona de puerto latino, que vivía de cara al mar, con sus fachadas repletas de balcones mirando siempre a la calle, cuya fisonomía había surgido en virtud de una función, y que al perderse ésta se torna enigmática y aparece vacía -El palacio abandonado-- a punto de borrarse. 

Las distintas gradaciones del lápiz que dibuja sutilmente líneas, y las lánguidas sombras que atraviesan y tienden sus velas grisáceas marcando su espacio frente a la claridad, y los ritmos persistentes que señalan el contraste del vacío y del lleno son la máxima expresión de la levedad. Una muerte pálida, sombría. Las calles solas, las casas y sus sombras, edificios encerrados en sí mismos, fábricas de aire enrarecido. Viene a ser la imagen acabada del sueño que anida en lo más hondo del artista: la ciudad liberada de vida humana y presa de su fachada. Atrapada por el tiempo. 

Es cierto que se podría hacer un paralelismo con las vistas de Madrid de Antonio López aunque estas últimas sean más obsesivas con los matices físicos de la realidad. La obra de Marsans es más metafísica. Y cultiva un deliberado pequeño formato que le resta grandilocuencia y le otorga un distanciamiento no desprovisto de ironía frente al propio hecho de pintar. Pero no hay diferencia ontológica entre los cuadros de gran formato de Antonio López y los pequeños de Luis Marsans, de la misma manera que tampoco la hay entre la novela y el cuento. 

Aun siendo muy coetáneas estas arquitecturas del silencio, y algo anacrónicas, sobre todo si las comparamos con las utópicas concepciones de la ciudad fragmentada en mil pedazos de Miquel Navarro (en la colección permanente del Reina Sofía), que son algo posterior, o con las instalaciones que han ensayado este tema hasta nuestros días. El hecho de volver a coger los pinceles, ante el maremágnum de tanta tecnología al alcanze de la mano es una postura que algunos califican de retrógrada, como si la pintura de caballete hubiese perdido ya su capacidad de expresión. También a los artistas románticos les tacharon, en su día, de anacronismo y de cultivar una enfermiza melancolía. 

Las secuencias de ventanas y balcones que se suceden en un perfecto orden y concierto -El primer piso o Casa- subrayan la estructura rígida que domina la composición y que nos lleva a pensar en el rigor de Mondrian cuando pinta la ciudad de Nueva York (1942) reducida a un esquema de líneas y colores. El orden matemático está siempre latente en estas arquitecturas encalladas -trazos puros apenas perceptibles- en donde las tangentes y paralelas, las abscisas y diagonales, los ejes y perpendiculares estructuran la confusa realidad que aparece pasada por el tamiz del tiempo: muros enmohecidos, palacios humillados, siluetas de casas desaparecidas y un tanto fantasmagóricas. Algo así como escenarios desolados cuyo misterio indescifrable es comparable al que tienen algunos cuadros de Leonardo da Vinci. Será acaso por esos sfumattos tan propios de la obra de este artista, ese negar la cristalinidad de los contornos, que confieren a estas vistas un aspecto de atmósfera cargada, incluso asfixiante. 

Pienso en Avenida (1979) o en Calle (1980), las primeras obras de la serie, donde refleja un mundo ideal que se halla por encima de las contradicciones, nítido y perfilado, hierático. Es el paisaje puro de la ciudad sin atributos, des- provisto de la miseria y desvarío de los seres humanos. En estas sublimes perspectivas monocromas no sentimos la copia de un mundo muerto, sino la recreación mágica de un universo que parece extenderse ilimitadamente en el desequilibrio de los espacios oníricos. Y que quizás podríamos interpretar como una protesta contra su propia época, des- provista de ideales heroicos, tal como sintieron los artistas románticos en su día. Marsans no pinta para evadirse del mundo real sino para captarlo mejor. 

De vez en cuando un rastro de color azul -Casa- o las huellas desvaídas de los diversos ocres -La casa desaparecida- rompen la secuencia del color de humo y de hollín que domina el conjunto de este mausoleo de arquitecturas. En otras, la ruina queda latente. Son ruinas urbanas, de lugar abandonado, casas derruidas cuyas huellas aún tienen su presencia y su reflejo. 

La ruina fue un elemento muy recurrente en el romanticismo alemán como representación del poder destructor del Tiempo. Lo que caracterizaba y unificaba a la sensibilidad romántica ante las ruinas del pasado era la conciencia de la grandeza y caducidad que entrañaron. Aquel mundo mítico sometido a la magia del tiempo. A través de la imaginación y el sueño penetraron, más allá de la apariencia, en la imagen de una civilización que, habiendo llegado a las más altas cotas de la creatividad, luego conoció la más tenaz de las destrucciones. 

Aquí en estas "Vistas de arquitectura" de Luis Marsans, el sentido, aunque también participa de este tiempo fúnebre, en el que Belleza y Muerte se confunden, tan propio de los románticos, contiene unos elementos diferenciadores evidentes. Aquella terribilitá, o más bien sentimiento trágico de lo caduco está expresado casi con una aséptica asimilación neoclásica -quizás por esa preponderancia del trazo rectilíneo y estilizado, o por la serenidad que respiran estas imágenes- que nos llevan a rememorar los capricci de un Panini o un Canaletto, o quizás también la esquisitez de las obras de Guardi o de los grabadores de "caprichos", antecedentes muy próximos de los románticos. Sobre todo en la serie sobre Venecia, que es mucho más re- alista y menos conceptual. 

Las espléndidas representaciones de La Salute o los Recuerdos de Venecia se acercan más a la ciudad real, tal como hoy se ha conservado con toda su magnificencia. Hay una relación más "realista" entre el artista y la "vista" que evo- ca, aunque también participe de aquella fascinación romántica por el insuperable derrumbe de las obras hermosas del ser humano, y de aquella gran tensión entre la belleza y la destrucción. El anochecer de La Salute JJI, sujeto al dominio de un cielo abrasado al final del día sobre el que contrasta la imponente mole oscura del edificio, es un ejemplo de estética romántica en la que se aúnan gozo y melancolía. Caspar David Friedrich utilizaba ya el rojo crepuscular con el propósito de suscitar la inquietud mística. Y recuerdo la frase del pintor alemán Philipp Otto Runge "El atardecer es la aniquilación infinita de la existencia para volver al origen del Universo.""